domingo, 8 de enero de 2012

Un regalo de Reyes de Mario Satz




Los tres magos


En Oriente, desde hace milenios, se dice que donde cae una estrella y por el camino inverso al dibujado por esa caída un hombre puede subir al cielo. Claro que, como es tan difícil hallar el lugar del impacto, y los desiertos son ardientes y los páramos fríos y las montañas donde llueven meteoros duras e inhóspitas, pocos son los seguidores de estrellas. Para ser un buen buscador de estrellas caídas se necesitan tres cualidades: confiar en la eternidad y desconfiar del tiempo; considerar que cualquiera es nuestro mejor compañero de ruta y, por fin, amar cada rincón geográfico como si ya hubiesen caído en él múltiples estrellas.
Los tres magos se pusieron en camino desde sitios diferentes porque creyeron ver, en el cielo invernal, lo que parecía ser el rostro de un niño misterioso. Al encontrarse en el oasis que llaman Palmeras Despiertas e intercambiar informaciones, comprendieron que cada uno de ellos había visto sólo un fragmento de ese rostro. Uno de los magos creyó distinguir sus orejas, capaces, dijo, de oír la fuga de los cometas y el suspiro de las auroras; otro comentó que lo que más le había impresionado era el esbozo de su boca, cuyas comisuras flexionaban los horizontes. Cuando el tercero dijo que en su vaga frente había notado, concentrada, la suave paz que hace girar a los planetas, los magos sonrieron conmovidos. Ninguna tormenta de arena, helada nocturna o distracción humana interrumpió su viaje en pos de la visión, pues los tres poseían las mencionadas cualidades en grado sumo. A veces, para distraerse, se contaban historias de estrellas caídas en sus respectivos países, por cuyos trazos celestes héroes y heroínas habían subido al cielo; confesándose, al mismo tiempo, que nadie había visto nunca antes el rostro del niño que ellos tres creían haber identificado. En sus alforjas llevaban oro, mirra e incienso. El primero para dar testimonio de la luz del sol ; la mirra para que todas las resinas de la tierra se vieran representadas en su dádiva, y el incienso a fin de que, despertado su humo, la serenidad de su aroma tranquilizara cuantas más narices mejor. Lo curioso es que los tres magos llevaban la misma cantidad de incienso, mirra y oro envuelta en saquitos de piel de antílope. También portaban, en sus largos cántaros oscuros, agua potable del manantial llamado Memoria de la Memoria, cuyos sorbos les permitían revivir su propia infancia en tragos tan breves como deleitables. Ese simple hecho les impedía saber a ciencia cierta si hacía días, meses, años o décadas que estaban en marcha.
Dejaron un valle pelado como un cuero de cabra salvaje vuelto del revés y ascendieron las montañas ocres sobre las cuales, la noche previa, y en el cielo, el rostro infantil se les mostró por fin desde todos sus ángulos. Campesinos y artesanos los vieron entrar al pueblo de casas blancas y chamizos verdes y grises con la boca abierta. Tostados por el sol, vistiendo ropas exóticas y cabalgado altísimos camellos, los magos se acercaron a la cueva presentida. Sabían que, cuando una estrella toca, en su caída, la tierra, ésta se abre generosa para recibirla. Era blanca por fuera y por dentro, y en su olor de establo se confundían efluvios animales y humanos. La estrella estaba caliente aún, como un chispeante pan de luz que hubiese surgido del horno de los cielos. Todo el mundo la miraba sin comprender pero adoraba en ella el brillo de su milagro. Todo el mundo se templaba al amparo de su música, pero nadie conocía aún la intención de su melodía.
Sólo los magos sabían que era el niño. Sólo el rostro del niño, en el cielo, sabía que era la cabeza de una nueva estrella cuyo cuerpo eran los seres que participaban de su irradiación.

Mario Satz

1 comentario:

  1. ¡Qué maravilla! ¡Qué arte! ¡Cuánta belleza!... es un relato que agranda el corazón del lector y llena de paz su alma.
    Gracias por vuestra generosidad.

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